El hombre con el objeto de lograr su desenvolvimiento tanto personal, como colectivamente crea al Estado moderno, dado ello, es el propio hombre quien dota a esta abstracción de determinadas facultades para el cumplimiento de sus fines, lo que se entiende en Teoría General del Estado como “ius imperium o poder de imperio”. Cabe mencionar, que uno de esos poderes es el “poder tributario”, mediante este, el Estado exige a sus habitantes – en general – que transfieran parte de su riqueza para cubrir el gasto público: construcción de obras (colegios, hospitales, carreteras), salarios de los funcionarios y servidores públicos (contratación de privados), políticas públicas (dirigidas a sectores vulnerables, promoción del empleo), entre otros.
Por ejemplo, mediante la sentencia recaída en el Expediente N° 001-2004-AI/TC, el Tribunal Constitucional, respecto a la realidad peruana, indicó lo siguiente: “No existe país del mundo en el que no se tribute. Obviamente, la legislación comparada demuestra que hay diversos impuestos y tasas distintas. El Perú no es, ni puede ser la excepción a esa regla. Históricamente así comprueba. En efecto, el artículo 9°7 de las Bases de la Constitución Peruana, aprobada por el Primer Congreso Constituyente y promulgada el 17 de diciembre de 1822, estableció el principio de que la Constitución debe proteger: “(…) La igual repartición de las contribuciones, en proporción a las facultades de cada uno, y lo mismo de las cargas públicas””.
Al respecto, doctrinariamente, el jurista suizo Ernst Blumestein en su libro Sistema di Diritto delle Imposte, sobre esta prerrogativa – la cual conoce como poder de imposición – ha indicado lo siguiente: “es la posibilidad de derecho y de hecho de un ente público territorial de establecer impuestos. Este es una emanación de la soberanía territorial, ósea de poder de señoría sobre la persona y las cosas que se encuentran en el territorio del ente público. No obstante, dicho poder no puede ser utilizado irrestrictamente por el Estado, puesto que hoy en día nos encontramos en un Estado de Derecho y el hecho de que la riqueza de los hombres pueda ser afectada mediante la misma, amerita que se genere un mecanismo para que no se use arbitrariamente la imposición de un tributo; en consecuencia, es aquí donde entra a tallar el principio de legalidad.
El principio de legalidad es uno de los principios rectores del derecho tributario, siendo positivizado en el artículo 74° de la Constitución de 1993 de la siguiente forma: “Los tributos se crean, modifican o derogan, o se establece una exoneración, exclusivamente por ley o decreto legislativo en caso de delegación de facultades, salvo los aranceles y tasas, los cuales se regulan mediante Decreto Supremo (…)”. Esto quiere decir, que, será facultad exclusiva del Legislativo – excepcionalmente del Ejecutivo cuando medie delegación de facultades – la emisión, modificación y extinción de las normas vinculadas a temas tributarios. Del mismo modo, el instrumento idóneo para dicha labor será para el Congreso: la ley; y, para el Ejecutivo: el decreto legislativo, las ordenanzas municipales y los aranceles.
Respecto al mismo, el maestro César Iglesias Ferrer en su obra Derecho Tributario – Dogmática Comercial de la Tributación, comprende al principio de legalidad como: “(…) una de las más importantes limitaciones al ejercicio del poder tributario del Estado (nullum tributum sine lege). Dicho principio juega un papel trascendental al traducir la voluntad del Estado de manera objetiva e inequívoca eliminando la arbitrariedad y la incertidumbre en el ciudadano.”. En definitiva, como indica el citado autor, posición a la cual igualmente me adhiero, el poder tributario no puede ser ejercido de manera arbitraria por parte del Estado, en efecto, es por ello que se prevé, que, sin una ley previa, el tributo no tendrá legitimidad alguna; y, por tanto, no será exigible para el ciudadano.
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