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Uno de los grandes retos a los que se somete el Estado Moderno es, sin duda alguna, su capacidad ética de gestión como fundamento de su propio desarrollo. En ese sentido, la fortaleza de sus instituciones depende en gran medida de la capacidad que tenga su propia población por imponer un criterio de conducta a sus gobernantes y autoridades a quienes delega el poder; una suerte de línea infranqueable que debe servir como parámetro de referencia respecto a la conducta de quienes asumen esa responsabilidad.
Para alcanzar un verdadero grado de plenitud moral, se requiere la participación de todos. Por un lado, el pueblo en la búsqueda de la asunción de una conciencia colectiva respecto a sus derechos y facultades así como a su capacidad fiscalizadora de los actos provenientes de las altas esferas del poder. Por otro lado, la importancia de este énfasis es mucho más trascendente en el campo de la Administración de Justicia, pues es precisamente este sector el clave para el éxito de este presupuesto.
Una adecuada administración judicial, evita y sanciona aquellos actos de corrupción que se pueden dar en otras áreas de la Administración Pública, pero, un Poder Judicial corrupto, implica tal gravedad de situación, que pone en riesgo la propia supervivencia jurídicamente organizada del Estado.
En nuestro país, heredero de una tradición administrativa basada en muchos casos en la corrupción afronta en este nuevo milenio ese nuevo reto. Se tiene que reconstruir moral y éticamente. Para ello se requiere crear cultura y conciencia contra este flagelo. Y eso se logra, no sólo implementando nuevas leyes o aumentando la severidad de las penas ya existentes, sino por una verdadera vocación de superación y de supervivencia como nación y como país.
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